China en la diana
La abierta hostilidad de Trump obliga a la Unión Europea a reforzarse y reformular sus relaciones comerciales con Pekín


El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, dio este miércoles un giro brusco a su estrategia ultraproteccionista. La doble maniobra de elevar a un 145% los aranceles a China mientras suspendía durante 90 días los gravámenes al resto de los países —salvo un significativo 10% universal, ilegal a la luz de la normativa de la OMC— supone el reconocimiento del desastre descomunal al que conducía su irresponsable escalada arancelaria. Trump cedió tras las presiones de su equipo, de las grandes empresas, de las Bolsas y, sobre todo, del mercado de deuda. Y aun así no ha logrado disipar las incertidumbres: las Bolsas se recuperaron el miércoles, pero las estadounidenses volvieron a caer ayer con fuerza, y el dólar se desplomó un 2% adicional. El trumpismo fracasa, de momento, en su intento de devolver la confianza a los inversores, que siguen viendo un horizonte muy nublado con un fuerte impacto en la economía real. En la de EE UU, por supuesto. Pero también en el PIB mundial, por el potencial desestabilizador que tiene cualquier medida autárquica sobre una economía tan globalizada como la actual.
La victoria momentánea del sentido común no significa sin embargo la vuelta a la normalidad al comercio internacional, en el que se ha instalado ya la desconfianza hacia el que durante 80 años ha ejercido como arquitrabe del mercado libre. Es apenas una tregua que sirve, además, para identificar el principal objetivo de la ofensiva trumpista: China. Trump da al resto del mundo un respiro, pero eleva los aranceles a Pekín, que recoge el guante imponiendo tasas del 84% a los productos estadounidenses. La lucha por la hegemonía mundial es más evidente que nunca.
Ni el ataque desorbitado a la potencia asiática, ni la contención retórica de esta, ni la apelación de China al orden normativo representado por la OMC pueden ocultar el carácter autoritario de su sistema político ni su historial de dumping comercial. El exceso de capacidad industrial de China se añade como preocupación para Europa al desorden arancelario del trumpismo, pero el perfil de las alianzas europeas está empezando a cambiar a medida que la sacudida del orden internacional se hace patente. La ruptura unilateral del vínculo transatlántico y la hostilidad de Trump hacia la UE obliga a los Veintisiete a reformular sus relaciones comerciales con, por ejemplo, los países de Mercosur, México, Malasia o Vietnam. O con China.
En su pugna por recuperar el multilateralismo socavado por EE UU, la Unión debe conducirse de modo multilateral. También con Pekín. Tratando de normalizar sus relaciones comerciales y los flujos de inversión. En esa línea —apuntada por Ursula von der Leyen, desde que Trump demostró su voluntad de enfrentamiento— hay que interpretar el viaje a China de Pedro Sánchez. Esa visita da a España una formidable visibilidad en un momento clave, pero el presidente del Gobierno tiene la oportunidad de representar además los intereses de la UE, con unas prioridades que han sido pactadas con Bruselas. Tras años de cierto seguidismo con la política de Joe Biden hacia China, Europa, vista la actitud de su sucesor, debe desarrollar una propia. Ya no puede hacer suya una versión de la estadounidense.
Se trata de competir y colaborar sin ingenuidad y sin renunciar a la defensa de los valores democráticos, especialmente de los derechos humanos. Y, por supuesto, sin cambiar una dependencia estratégica por otra que puede ser tanto o más abrumadora. La reafirmación de la autonomía europea pasa por la apertura a nuevas relaciones pragmáticas para ampliar la red de tratados. La ofensiva arancelaria de Trump obliga a la UE a fortalecerse y reinventarse para evitar ser arrollada por un inestable universo bipolar mientras salvaguarda en lo posible otro multipolar sometido a reglas. Es decir, comercialmente civilizado.
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